OPINIÓN / La culpa es de la vaca



Esta frase, que corresponde al título de una amena obra de los escritores Jaime Lopera Gutiérrez y Martha Inés Bernal Trujillo, viene como argolla al dedo respecto de lo que está pasando con el descalabro de la Reforma a la Justicia, insepulta aún. El Congreso culpa a los poderes Ejecutivo y Judicial; el Ejecutivo al Legislativo y Judicial; el Judicial a los otros dos; todo un círculo vicioso. Sólo el Ministro Esguerra, tuvo el decoro y la dignidad de renunciar a su cargo, asumiendo como “chivo expiatorio” del Ejecutivo, pues debemos reconocer que fue él quien tuvo la menor culpa en tan nefasto proceso.


Pero resulta que la culpa no es de una sola vaca. Es de todas las 251 “vacas sagradas” de entre las 268 que pastan, rumian y dormitan en el Congreso, porque aprobaron a “pupitrazo limpio” el nacimiento de tal engendro. Cierto es que fue el Ejecutivo quien presentó el proyecto de Reforma a la Justicia al Congreso. Pero para establecer la responsabilidad del Presidente Santos, basta con revisar el Proyecto en su estado inicial. Esperaba el Presidente que a través de los ocho debates que debía sufrir en Senado y Cámara, fuera enriquecido. Ya engendrado, el Proyecto pasa al Útero (¿Otero?) del Congreso en donde comienza la gestación y, con ella, su metamorfosis. Esa criaturita se fue convirtiendo en una criaturota desfigurada y desconfigurada, con muchos apéndices verrugosos. Su nacimiento natural tuvo dificultades. Debido a que el plazo para nacer estaba por vencerse, la pasaron a sala de partos, esto es a la Comisión de Conciliación. Entonces no hubo fórceps que sirviera y se procedió a la cesárea. Ahí fue cuando se le colgaron gran cantidad de prebendas constituciones con exclusivos intereses particulares. Nos anunciaron el nacimiento de un Mico superlativo adornado de muchos miquitos.

Si se revisa cuidadosa e imparcialmente ese proceso de “consecutividad”, como lo han llamado las vacas sagradas del Congreso, sin duda alguna sale bien librado el Presidente Santos. Su culpa, fundamentalmente, radica en que cuando el Engendro entró a “sala de partos”, el partero gubernamental se descuidó y los otros 8 avispados  parteros (o comadronas) le “cambiaron la criaturita”, como está de moda en cualquier clínica capitalina. ¡Lo que sucede cuando no se lee!

Ese bebé Mico, por fortuna, no alcanzó el registro “civil de nacimiento” en el Diario Oficial porque en cuestión de horas las Redes Sociales anunciaron y alertaron al País sobre el nacimiento de ese Monstruo que aún estaba en la sala-camarote senatorial. Y sucedió algo raro, nunca jamás visto: hubo un aborto después de nacer la criatura, porque su papá Gobierno así lo dispuso al negarle el apellido. Todo esto está cubierto por un manto de misterio: gestación de elefante, genética de King Kong y muerte de carroñero. Pero ¡cuidado!, aún está insepulto ese Monstruo de mil tentáculos; y ese muerto puede estar muy vivo; quizás esté en estado cataléptico. Y como don Rodrigo Díaz aún después de muerto, según nos narra el Cantar del mío Cid, se corre el riesgo de que siga ganado batallas.

Un tan jocoso como sesudo columnista se refería a nuestro país como Locombia por tantas “locuras” que cotidianamente ocurren en nuestra patria. Yo, con sobrada razón y con mucho respeto, llamaré a mi Colombia, Mico-lombia, por la abundancia de esos simios en la espesa fronda burocrática del mal llamado templo de la democracia.

Pero en realidad la culpa es de todos nosotros. De una buena cantidad que sufragamos, porque quizás hemos aprendido a votar, pero no a elegir. De los abstencionistas, otra buena cantidad, porque exigen respeto a sus derechos pero no cumplen con sus deberes, uno de ellos muy especial: el de elegir. Son indiferentes al acontecer local, regional y nacional. Y, para el caso, la indiferencia mata, cohonesta con el mal.

Ahora la pregunta es ¿quién o quiénes responden por los daños económicos causados durante este largo proceso del Congreso para terminar en desastre nacional? Instituciones bien acreditadas calculan que las pérdidas económicas oscilan entre $5.500 y $7.000 millones que todos los contribuyentes “Mico lomiados” tenemos que pagar. ¿Cuántas casas de interés social se pudieron construir con ese dinero? Pero eso no importa a tales vacas sagradas. Primero, yo; segundo, yo; tercero, yo; y siempre, yo, es lo que recitan y practican permanentemente nuestros Padres de la Patria. ¡Qué mala paternidad tenemos! ¡Así es mejor ser huérfanos!

Este 20 de julio inicia una nueva Legislatura. Hay expectativa nacional por lo que va a suceder. Ojalá que esta vacancia les haya permitido entrar a los Senadores y Representantes en catarsis lo que les permitiría asumir responsablemente sus funciones de legisladores y no de condotieros de la Política. ¿Habrá verdaderos juicios de responsabilidad política? ¿Reelegirán al siniestro doctor Otero, como Secretario del Senado, desconociendo el clamor popular? ¿Transmitirá el Senado por su canal institucional, la elección del Secretario a través de voto público? ¿Se revelarán las intimidades de lo sucedido en el seno de la Comisión de Conciliación? ¿Se insistirá en elegir a quienes nos traicionaron, para integrar las Mesas Directivas del Congreso? ¿Se decidirá el Congreso a modificar su Reglamento (Ley 5ª de 1992)) para evitar situaciones como ésta, que tanto daño hizo a la Democracia Colombiana, hoy en tela de juicio en el mundo entero? Y lo más importante: ¿se le dirá a Mico-lombia la verdad, toda la verdad y no más que la verdad? ¿O seguirán burlándose de nosotros?

Amanecerá y veremos, dijo el ciego. Ojalá no sigamos siendo tan miopes, electoralmente hablando. Nos golpearon duro y a la mansalva, pero no lograron salirse con la suya. Abundan colectivos resentimientos con cicatrices profundas. Quedan aún dos años para que los Congresistas le laven la cara al maltrecho prestigio de esa alta Corporación. En marzo de 2014, en esas cajitas de cartón llamadas urnas, esperamos que el Pueblo -en ejercicio de su soberanía- deposite su sentencia. Amanecerá y… Ojalá no tengamos que recordar aquel Patio de Monipodio magistralmente descrito por Cervantes en su obra Rinconete y Cortadillo.

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